José Bautista
Para el imaginario colectivo español, pensar en un niño durmiendo en la calle encaja con realidades lejanas más propias de la periferia de Bombay, Sao Paulo o Casablanca. Sin embargo, en España hay muchos niños en situación de calle. No sabemos cuántos son. Están fuera de los radares institucionales. Son personas que todavía no han llegado a la edad adulta y que no viven en la calle por decisión propia, sino porque no tienen alternativa.
Las leyes de España reflejan que este quiere ser un país decente. Hay herramientas legales para proteger a esos chavales. España ratificó la Convención del Niño en 1990, un tratado internacional que pone a estos menores en lo más alto de las prioridades de cualquier administración, pero la realidad de muchos chicos de este país es diferente. Siguen en situación de calle, desprotegidos. Son invisibles.
La pandemia, la guerra, la crisis económica y otras locuras de estos tiempos de incertidumbre agravan esa invisibilidad. Ellos siguen ahí, llueva o escampe. El caso más sangrante de esta realidad es el de Melilla, ciudad frontera, dotada con un presupuesto público propio para atenderles y con numerosas medidas en marcha para protegerles. A pesar de eso, muchos siguen durmiendo en la calle. Lo hacen porque a menudo encuentran violencia, faltas de respeto, desprotección y muchas otras razones para tener miedo en los espacios pensados para protegerles. Muchos niños y chavales prefieren dormir al raso o bajo un puente antes que en un centro de menores. Su alternativa a la calle es otra pesadilla.
A la ignorancia sobre estos chicos, sus sueños, sus temores y su día a día, se suma la barra libre de odio que se fomenta desde distintas tribunas y que moldea nuestra percepción. Es paradójico, porque abundan las personas que criminalizan a estos menores de edad y al mismo tiempo se benefician del dinero público destinado a protegerlos. Esta realidad poco conocida y profundamente lacerante es el escenario que mostramos en Buscar la vida gracias al apoyo de 245 mecenas.
El control migratorio es un gran negocio y la protección de estos niños, la mayoría procedentes de Marruecos –aunque también los hay de otros países–, también genera ingresos para una amplia lista de organizaciones y empresas que no tienen otro objetivo que el de incrementar sus beneficios, incluso cuando eso significa limitar las comidas, contratar a personas sin formación para tratar con niños o hacinarles en condiciones infrahumanas. Estos beneficiarios juegan sus cartas con discreción para que los distintos engranajes del Estado sigan subcontratando la atención de muchos niños y chavales en situación de máxima vulnerabilidad.
La decencia de un país puede percibirse en cómo trata a los niños en situación de calle, el eslabón más expuesto a todo tipo de abusos, el más necesitado de empatía, cariño y atención.
Las buenas intenciones de las leyes españolas están secuestradas por un marco de impunidad que provoca un dolor insoportable a estos chicos. Melilla es el primer trozo de España que pisan muchos de ellos, y es allí donde reciben los golpes más duros. Las autoridades políticas y judiciales tienen agenda propia, y en Melilla hay una prioridad con amplio consenso: mantener la calma en la frontera a cualquier precio. Los niños forman parte de la factura que pagamos todos a cambio de esa paz artificial. El poder de la ley es míope ante los abusos que sufren. Quedan en papel mojado los pocos casos de violencia contra estos menores que llegan a los tribunales. Ni siquiera se les brinda protección cuando, excepcionalmente, se animan a denunciar a sus agresores. Esta situación se reproduce a pesar del paso de los años y los cambios de gobierno. La desgarradora situación de estos chavales se agrava hasta el punto de que España los usa en sus negociaciones con Marruecos, que a su vez también los usa como válvula de chantaje.
Melilla es una ciudad excepcional, rica por su gente e historia, convertida en una isla de facto desde que en 1998 se erigió esa cicatriz arquitectónica que es la triple valla fronteriza. Su ubicación la convierte en un juguete geopolítico en manos de personas que perdieron el contacto con la realidad hace mucho tiempo. Melilla también es un escenario de terror para muchos chicos migrantes, a pesar de la solidaridad de miles de melillenses y del trabajo incansable de muchas organizaciones. Sigue habiendo devoluciones de menores a Marruecos sin ninguna garantía legal. Hay niños que mueren y son enterrados a toda prisa, sin que sus padres lo sepan. Los hay que han sido apuñalados por quienes están en nómina para cuidarles. Impunidad.
Los que logran salir de ese agujero descubren rápidamente otro abismo no menos profundo: la irregularidad. No es un problema menor. En España hay en torno a 124.000 menores sin papeles. Ni la gravedad de la pandemia forzó al gobierno a aprobar medidas para protegerles, más allá de un cambio casi cosmético que les da permiso para trabajar en el campo de forma temporal. De los que duermen al raso, solo unos pocos pueden acogerse a esta medida, pues no todos han cumplido los 16 años, y apenas una minoría tiene recursos y suficiente conocimiento del idioma para lidiar con la burocracia española.
Cada uno de los que consigue salir adelante es una prueba de esperanza. El panorama de estos niños y chavales que viven en la calle es desolador, pero hay razones para el optimismo. Cualquiera puede encontrarlas, por ejemplo, en la ola de solidaridad –ciudadana e institucional– que vemos hacia quienes huyen de la guerra en Ucrania, incluidos miles de niños. Es algo que todavía no vemos hacia estos menores, pero hay margen para que suceda. Por eso es importante que no solo hoy, 12 de abril, Día Internacional de los Niños de la Calle, pensemos en ellos y en cómo romper la invisibilidad en que se encuentran.
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José Bautista y Sabela González, autores de «Buscar la vida», nos muestran de primera mano las historias de superación y de vida de los jóvenes que buscan una oportunidad y de los vecinos valientes de Melilla que luchan y apoyan a los más desprotegidos y, a menudo, pagan un alto precio por hacerlo.
Este proyecto es posible gracias a porCausa, una organización que combina investigación y periodismo para poner el foco sobre las migraciones.
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