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Putin y su pesadilla imperialista

Francisco Herranz

La primera vez que estuve en Kiev fue para cubrir el referéndum de independencia de Ucrania celebrado el 1 de diciembre de 1991. Ganó el sí en toda la república por el 84% de los votos y esa decisión abrió la puerta legal a la desintegración de la Unión Soviética. El plebiscito en Ucrania marcó la agitada senda que concluyó el día de Navidad de aquel 1991 al arriarse del Kremlin la bandera roja e izarse la actual enseña tricolor rusa. Es significativo recordar que la región ucraniana donde menos prosperó la iniciativa secesionista fue precisamente Crimea, con sólo el 54%.

Volví tres años después, en 1994, y me desplacé hasta la central nuclear de Chernóbil, situada a 120 kilómetros al norte de Kiev. Para llegar entonces hasta el sarcófago primigenio -el segundo se levantó en 2016- había que recibir una invitación o cursar una petición y atravesar dos controles situados en círculos concéntricos a 30 y 10 kilómetros del reactor número 4 que explotó el 26 de abril de 1986. La visión del lugar era sencillamente sobrecogedora.

A pesar del tiempo transcurrido aún recuerdo el breve pero intenso paseo que hicimos por las calles de Pripiat, la pequeña ciudad situada a cuatro kilómetros de la central y abandonada a toda prisa a consecuencia del accidente nuclear. Aquello parecía el escenario de una película de terror apocalíptico. La maleza crecía entre el cemento y el hormigón de una plaza detenida en el tiempo.

Aunque parezca una locura increíble, los alrededores de la central nuclear también fueron el escenario de los combates en la guerra desatada por el presidente ruso para cumplir su pesadilla imperialista.

Vladimir Putin pretende reconquistar un mundo perdido, el que ha investigado durante toda su vida, con el afán y la minuciosidad de un arqueólogo, el historiador alemán Karl Schlögel, especializado en la URSS.  

Schlögel ya lo tenía muy claro en mayo de 2017 cuando escribió el prólogo de su libro El siglo soviético, una obra caleidoscópica que analiza cómo se construyó el sistema, destripar su funcionamiento y estudia la vida cotidiana de sus ciudadanos. «No entraba en mis planes rendir cuentas, por así decirlo, sobre la Unión Soviética y sobre Rusia; tenía otras prioridades. Pero entonces llegó la famosa gota que colmó el vaso. El impulso definitivo fue la anexión de Crimea por parte de Putin y la guerra no declarada contra Ucrania desde entonces que, en mi opinión, obligada a revisitar el imperio desaparecido».

El analista germano da en el clavo cuando sostiene que Putin ha instrumentalizado el proceso traumático de la desintegración de la URSS, utilizándolo en sus propios intereses políticos. Piensa que, en lugar de concentrarse en modernizar Rusia y superar todas las carencias y fallos del sistema socialista soviético, Putin responsabiliza de todo lo que no funciona en la Rusia actual al mundo exterior, sea Europa, Occidente y ahora Ucrania.

Es cierto que Moscú ha mejorado enormemente en infraestructuras y en calidad de vida en estos últimos 20 años, cuándo Putin llegó a la Jefatura del Estado, pero Moscú no es Rusia, y la russkaya glubinka necesita muchas reformas y más profundas que atraigan a una población que está abandonando aldeas y pueblos para concentrarse en los núcleos urbanos. Porque una de las crisis que azota a Rusia no es solo ya la geopolítica o la económica, sino también la demográfica. En otras palabras, el país pierde población. La pandemia ha acelerado esa tendencia destructiva.

Parapetado en su discurso patriótico-nacionalista, Putin ha pasado del autoritarismo al totalitarismo; está recuperando la censura y la represión de antaño, anteriores a la perestroika de Mijaíl Gorbachov.

Rusia está regresando a marchas forzadas a principios de los años 80 del siglo XX cuando todavía gobernaban Leónidas Brézhnev y sus sucesores también gerontócratas Yuri Andrópov o Konstantín Chernenko.

El brutal ataque a Ucrania ha terminado de destruir la ya poca libertad de prensa e información que Rusia todavía respiraba. El cierre de medios de comunicación verdaderamente independientes como Novaya Gazeta, la emisora de radio Eco de Moscú y la cadena de televisión Dozhd representa el último clavo del ataúd fabricado a conciencia por el régimen. La reforma legal exprés que castiga con 15 años de cárcel a quienes contradigan la versión oficial –nada de ‘guerra’ sino ‘operación especial’– ha fomentado el miedo a la disidencia en público.

A este paso, si las sanciones económicas se prolongan y se agravan, algo nada descartable, el aislamiento se hará crónico y catastrófico. Volverán las colas delante de los comercios, el spetsjran (el catálogo de libros prohibidos), las tiendas Beriozka (de productos occidentales accesibles únicamente en divisas) y las cocinas de los apartamentos volverán a ser último reducto de libertad de una sociedad civil rusa deprimida.

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No se puede entender el presente sin comprender que sucesos ocurrieron en el pasado. Para entender el conflicto armado que existe entre Rusia y Ucrania es vital retroceder años atrás y conocer los motivos y consecuencias de la desintegración de la Unión Soviética.

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