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Historias sobre vampiros ha habido siempre. Quizá no en su encarnación actual, pero desde tiempos antiguos el ser humano temía que la persona amada a la que daba sepultura acabase huyendo de su tumba y vengándose de cualquier agravio, o simplemente quedase maldita por no haber ejecutado los ritos funerarios pertinentes.
Sería un ejercicio extenso y agotador (por no decir imposible) hacer un repaso a todo el folklore existente sobre la figura del vampiro, pero sí me gustaría hacer un pequeño repaso sobre el vampiro en la literatura, sobre las historias que se han escrito referidas a este monstruo bebedor de sangre que no volverá a conocer la cálida caricia del sol.
Mucha gente considera El Vampiro (1819), de John Polidori, como pistoletazo de salida del vampiro en la literatura romántica. Escrita durante el confinamiento del autor (junto a Lord Byron, Mary y Percy Shelley) en la mítica Villa Diodati, presenta a su protagonista, Lord Ruthven, tanto como bestia asesina como criatura capaz de seducir a los inocentes. Un monstruo que aprovecha la incredulidad del nuevo siglo para salirse con la suya. Pero si nos vamos un poco más atrás podemos ver que ya Goethe adaptó una historia de Flegón de Tralles (¡nacido en el siglo II!) para su Novia de Corinto (1797): la historia de una novia pagana a la que se le promete un marido, fallecida antes de consumar su matrimonio. Volverá de la tumba, porque “el frío de la tierra no puede apagar el amor” y consumirá a quien fuera a ser su esposo, entregado ahora a su hermana menor.
En el mismo año, 1797, fue publicado el primer poema en lengua inglesa que alude al vampirismo: Christabel, de Samuel Taylor Coleridge. Una historia en la que una joven es seducida por otra mujer que se hace pasar por hechicera. Seguramente influyese a Joseph Sheridan Le Fanu cuando escribió su fantástica Carmilla (1872), uno de los pilares de la literatura de vampiros y, para mí, la mejor de las escritas en su época. Aquí también hay una historia de seducción de una mujer hacia otra mujer, jugando con el tabú social de la homosexualidad, y una buena dosis de terror a medida que la joven protagonista descubre el monstruo que es realmente su invitada.
Incluso Tólstoi se atrevió a tomar prestado del folklore de su patria para escribir Upiros (1841), más una sátira sobre la decadencia de la aristocracia rusa, de fiesta en fiesta mientras el pueblo padece bajo su bota, que un relato de terror al uso.
Puede sacarse un factor común de todas historias antes de llegar a Drácula (1897): el vampiro no es sólo una criatura abominable que se alimenta de la sangre de los vivos, sino que es terriblemente sexual. En la línea con la mentalidad puritana de su siglo, no es en absoluto una sexualidad agradable, sino un conflicto, un vicio terrible con el que atrae a sus víctimas. Una herramienta oscura con la que se asegura el sustento y se divierte, sacudiéndose el tedio del paso de las décadas sin sol. Es el aburrimiento el que lleva al vampiro a convivir con todos los pecados imaginables.
No me detendré en Bram Stoker, porque su obra es la más conocida de todas, y en cierta medida el “canon” del vampiro durante muchísimo tiempo (Carmilla, mismamente, me parece muy superior), así que me iré con Howard Phillips Lovecraft al siglo XX. El Intruso (1926) es uno de los relatos en los que incluyó a un vampiro, con el honor de ser el primero en la historia en el que es el monstruo el narrador y protagonista. Un poco después, es Richard Matheson en Soy Leyenda (1954) el que le da otra vuelta de tuerca al mito, despojándole de muchas de las características que traía de las historias tradicionales y dándole un origen más mundano, como nuevo habitante de un mundo que se adapta forzosamente.
Y así llegamos a Anne Rice y su Confesiones de un vampiro (1976), que es la novela a la que prácticamente debemos el nuevo canon en el mito vampírico. Una narración fabulosa que humaniza al monstruo, mostrándolo como horrible y humano a la vez, con una sed inapelable pero también la misma capacidad emocional que el ser vivo que fue. La sexualidad victoriana que traía pasa ahora por el tamiz del siglo XX y se convierte, también, en un ser sensual y seductor, pero sin la asociación pecaminosa anterior. A esta nueva hornada pertenece también El Ansia (1981), de Whitley Strieber, que también hace hincapié en la sexualidad y explora la soledad y el funcionamiento de la longevidad de los vampiros.
También es digno de mención Necroscopio (1986) de Brian Lumley, una mezcla de las novelas de espías de la Guerra Fría con algo que bien podría ser un vampiro pero tiene origen alienígena, casi lovecraftiano. Esta saga sigue un camino más cercano al terror y al asco, alejándose del “nuevo canon” que trajo Rice.
Por supuesto, hay muchas novelas y relatos posteriores de vampiros dignos de mención. Déjame entrar (2004) es un ejemplo perfecto de la buena salud que gozan estas criaturas fuera de la literatura juvenil.
Es a los hombros de todos estos gigantes a los que se sube Sanguijuela. De la fascinación pecaminosa de la literatura gótica hasta el body horror de Lumley, pasando por la humanización del vampiro que emprendió Anne Rice. Quiero que en la novela los vampiros sean monstruos, pero también que hayan sido humanos. Y quiero mostrar cómo de terribles son los pasos que se dan desde una cosa hacia la otra.
Javier Alemán, autor de Sanguijuela
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