Juan M. Redondo
El miércoles 4 de mayo se celebra el Día Internacional del Bombero en Europa, concretamente por ser el día de San Florián, que «dicen» fue el primer comandante romano que murió en el cumplimiento de sus funciones. En España, cómo no, somos algo diferentes, y nuestro día es el 8 de marzo, el de nuestro patrón San Juan de Dios, porque al parecer se comportó como un heroico bombero en el incendio del hospital de Granada allá por el siglo XV.
Pero al margen de estas leyendas, sean ciertas o no, lo que quiero resaltar en estos momentos es el comportamiento de los bomberos por siniestros ocasionados, no por motivos fortuitos o descuidos humanos, sino por la peor versión del hombre en una guerra encarnizada y desgarradora que está sucediendo en el corazón de Europa, en Ucrania.
Probablemente la mayoría de la gente cuando ve las noticias en la televisión se fije en los destrozos en los edificios cortados en dos por el efecto devastador de los misiles, o quizá en las calles intransitables, repletas de escombros escoltando a los edificios de viviendas con ventanas ennegrecidas por el fuego, o escuchando los testimonios de las gentes desesperadas que de la noche a la mañana lo pierden todo, y muchos de ellos, demasiados, la vida.
Pero a menudo, en las imágenes que nos dejan ver, aparecen los bomberos ucranianos, con uniformes y cascos parecidos a los de los bomberos españoles. Con sus vehículos rojos similares a los nuestros, tratando de rescatar vida donde quién sabe si la hay, tratando desesperadamente de aminorar el efecto destructivo de esas herramientas de la guerra tan poderosas, tan impredecibles, tan destructivas.
Ellos, esperan en sus parques la llamada o el aviso de auxilio para acudir velozmente a la dirección marcada. Este es un trabajo provocado por la guerra con el que no contaban; ni remotamente habían podido intuir que pudiese ocurrir. La ciudad destrozada muestra tantas heridas que el trabajo de los bomberos se hace minúsculo ante tanta necesidad.
Pero infunden confianza y moral a la población civil por su actitud de resistencia, de ayuda en momentos tan sumamente difíciles. Probablemente incluso, sus parques, o donde tengan aparcados los vehículos deben estar protegidos, si es que eso fuera posible, porque serán objetivos militares. No en los primeros puestos, pero objetivos.
Sus señales luminosas estarán apagadas, sus sirenas no tendrán sentido en calles sin tráfico y sin viandantes cuando las que suenan amenazadoras son otras que anuncian dolor y destrucción en lugares impredecibles, aleatorios. Una especie de lotería macabra que no sabe de distinciones, de sensibilidades, para dejar caer toda su carga asesina. Y los bomberos acudirán sin dudarlo, y no darán abasto para atender tanta necesidad.
No dispondrán de medios suficientes, porque el agua escasea, porque las bombas habrán destrozado la red municipal de distribución. Y porque los brazos de los bomberos son pocos para mover tantos restos del desastre, de muros, de paramentos desplomados, de hierros retorcidos. Haría falta maquinaria pesada, de la que no dispondrán seguramente en estos momentos reservada para otros trabajos militares que son los que ahora tienen la mayor importancia.
Hace 86 años, los bomberos madrileños vivieron el mismo horror. Bien es verdad que la capacidad destructiva de los misiles y de la aviación rusa es muchísimo mayor. Pero el miedo y la impotencia de la población civil a perder la vida o perder todos sus enseres, sus casas, es la misma. La incertidumbre de que caiga un obús o una bomba a tu alrededor es la misma. La destrucción del barrio de Argüelles es similar a los barrios destruidos de Kiev y de Jarkov.
El horror de la guerra no tiene nacionalidad ni límites. En Madrid, los bomberos fueron militarizados para ser durante tres años soldados de retaguardia y cuidar de los ciudadanos a los que se debían. Muchos cayeron haciendo su trabajo. Con honor infinito. En estos momentos los bomberos ucranianos sufren con dignidad y valor la insensatez de tan injusta guerra y los que hemos trabajado en esto, sus colegas, nos acordamos de ellos.
Hazte con tu ejemplar de «Cuando las sirenas no eran nuestras»
En Cuando las sirenas no eran nuestras se reconstruyen las historias de los bomberos madrileños durante la Guerra Civil, gracias a registros manuscritos que dan testimonio de las decenas de bombas que arrasaron Madrid.
Visita la tienda de LIBROS.COM y descubre de la mano de Juan M. Redondo la historia de un grupo de personas que decidió dedicar su vida al auxilio de los demás. Profesionales que se vieron envueltos en una guerra que no eligieron, en un conflicto que obligó a tomar partido por la supervivencia. ?